La vocación educadora de Ferrer
En París, Ferrer, parece ser que descubrió su vocación educadora. Antes de entregarse a la enseñanza trabajó en una tienda de vinos en la calle Pont Neuf que, con el pasar del tiempo, se reconvirtió en “Libertad”, una pequeña taberna-restaurante que abandonaría en 1889. Fue entonces cuando se hizo profesor.
De hecho, sólo ejerció la docencia en Francia, pues en Cataluña, en su escuela, no impartió clases jamás. Tampoco aprovechó la ocasión para autoproclamarse conferenciante a través de las actividades de extensión escolar de su escuela; no presentó veleidades escritoras, no sólo por no estar especialmente dotado, según parece, para la escritura, sino por estar dedicado a otras tareas profesionales.
Como hombre práctico que era, su trabajo de profesor de español en París le reportó cierta honorabilidad y una discreta fama. Inquieto por el material usado en la docencia, publicó, con cierto éxito, su propio manual didáctico, L’espagnol pratique, que conoció dos ediciones, aunque habitualmente se cita sólo la fecha segunda, (1895 y 1897) en la prestigiosa editorial francesa Garnier. A pesar de lo que se ha dicho, esta obrita era innovadora ya que para enseñar el idioma se utilizaban oraciones de uso cotodiano en lugar de textos de autores clásicos más abstractos, como era más habitual.
Fue gracias a su actividad docente que conoció a Ernestine Meunier, una alumna suya que le legaría una parte de sus pertenencias con el objeto de que el dinero se dedicara a fundar una escuela y no, como había pretendido Lerroux a sufragar un partido político. Así fue. Ernestine murió el 2 de abril de 1901 y poco después Ferrrer inaugurava la Escuela Moderna. Meunier y Ferrer entablaron una buena amistad, a pesar de que ella era católica y él no escondía ya su simpatía anarquista. Meunier y Léopoldine, compañera de Ferrer, eran amigas y junto al pedagogo realizaron un viaje por Europa. Este viaje permitió estrechar relaciones entre ellos, a la vez que acrecentó la vocación educadora y el conocimiento pedagógico del educador catalán.
Ferrer aplicaba con Meunier las ideas que pondría en práctica más tarde en su escuela: la creencia en el poder de la ciencia. La francesa aceptó las recomendaciones literarias del profesor que incluían la mítica obra del ilustrado Volney, Las ruinas de Palmira, así como Ciencia y religión, de Malvert, un librito que recomendaba la masonería y que Ferrer pensaba publicar en español, con traducción de Nakens. Sea como fuere, lo cierto es que, por lo que sabemos de Ernestina, su actitud hubiera sido harto difícil en España y fuera de un contexto de laicización como el que se estaba produciendo en Francia, por un lado, y de exaltación de la ciencia, al que mucho ayudaron las diferentes exposiciones del momento, por el otro.
En París, Ferrer, parece ser que descubrió su vocación educadora. Antes de entregarse a la enseñanza trabajó en una tienda de vinos en la calle Pont Neuf que, con el pasar del tiempo, se reconvirtió en “Libertad”, una pequeña taberna-restaurante que abandonaría en 1889. Fue entonces cuando se hizo profesor.
De hecho, sólo ejerció la docencia en Francia, pues en Cataluña, en su escuela, no impartió clases jamás. Tampoco aprovechó la ocasión para autoproclamarse conferenciante a través de las actividades de extensión escolar de su escuela; no presentó veleidades escritoras, no sólo por no estar especialmente dotado, según parece, para la escritura, sino por estar dedicado a otras tareas profesionales.
Como hombre práctico que era, su trabajo de profesor de español en París le reportó cierta honorabilidad y una discreta fama. Inquieto por el material usado en la docencia, publicó, con cierto éxito, su propio manual didáctico, L’espagnol pratique, que conoció dos ediciones, aunque habitualmente se cita sólo la fecha segunda, (1895 y 1897) en la prestigiosa editorial francesa Garnier. A pesar de lo que se ha dicho, esta obrita era innovadora ya que para enseñar el idioma se utilizaban oraciones de uso cotodiano en lugar de textos de autores clásicos más abstractos, como era más habitual.
Fue gracias a su actividad docente que conoció a Ernestine Meunier, una alumna suya que le legaría una parte de sus pertenencias con el objeto de que el dinero se dedicara a fundar una escuela y no, como había pretendido Lerroux a sufragar un partido político. Así fue. Ernestine murió el 2 de abril de 1901 y poco después Ferrrer inaugurava la Escuela Moderna. Meunier y Ferrer entablaron una buena amistad, a pesar de que ella era católica y él no escondía ya su simpatía anarquista. Meunier y Léopoldine, compañera de Ferrer, eran amigas y junto al pedagogo realizaron un viaje por Europa. Este viaje permitió estrechar relaciones entre ellos, a la vez que acrecentó la vocación educadora y el conocimiento pedagógico del educador catalán.
Ferrer aplicaba con Meunier las ideas que pondría en práctica más tarde en su escuela: la creencia en el poder de la ciencia. La francesa aceptó las recomendaciones literarias del profesor que incluían la mítica obra del ilustrado Volney, Las ruinas de Palmira, así como Ciencia y religión, de Malvert, un librito que recomendaba la masonería y que Ferrer pensaba publicar en español, con traducción de Nakens. Sea como fuere, lo cierto es que, por lo que sabemos de Ernestina, su actitud hubiera sido harto difícil en España y fuera de un contexto de laicización como el que se estaba produciendo en Francia, por un lado, y de exaltación de la ciencia, al que mucho ayudaron las diferentes exposiciones del momento, por el otro.
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